El año 2016 se inició, en el ámbito internacional, de una manera muy desoladora. No son sólo las migraciones de seres humanos que huyen de conflictos como el de Medio Oriente: una situación explosiva, donde rige el desorden de todos los actores involucrados y la incapacidad de otros para poner orden. Lo que está ocurriendo hace que el sistema internacional esté lejos de funcionar. Y, sin embargo, cuando miramos al sur del sur encontramos más de una esperanza en el llamado “sexto continente”.
Sí, esa Antártida tan cercana a nuestra geografía, tan imponente y tan expresiva de que es posible trabajar juntos cuando hay grandes metas comunes para la humanidad.
Hace 25 años en Madrid todos los países miembros se comprometieron “a la protección global del medio ambiente antártico y los ecosistemas dependientes y asociados” y designaron al continente helado “como reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia”. Eran momentos marcados por la caída del muro de Berlín, la Unión Soviética se resquebrajaba, era un tiempo de incertidumbres. Y, sin embargo, todos los allí reunidos –de ideologías diversas, de modelos de desarrollo confrontados, de regiones distintas– supieron mirar a largo plazo.
Lo mismo había ocurrido al entrar en vigencia el Tratado Antártico, en 1961. Eran tiempos de Guerra Fría, de sospechas y alineaciones obligadas con Washington o Moscú. Sin embargo doce países supieron ponerse de acuerdo: Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia, Japón, Noruega, Nueva Zelanda, Reino Unido, Sudáfrica y Unión Soviética. Al quedar abierto muchos otros se han agregado por el camino: ya son 52, de los cuales 29 poseen plenos derechos decisorios; otros 23 son considerados “miembros adherentes”, sin derecho a voto.
¿Cómo traer algo del espíritu con que se trabaja en la Antártida a la realidad convulsa de las crisis contemporáneas? Tal vez habría que observar los debates y las conversaciones de alrededor de 400 delegados que en mayo próximo se reunirán en su cita anual, esta vez en Chile. Ya se trabaja con intensidad en sus preparativos, sobre todo después de los acuerdos de la Conferencia sobre Cambio Climático de diciembre pasado en París. De allí viene un contexto importante, tanto para el país anfitrión como para la Secretaría del Tratado Antártico, con sede en Buenos Aires.
El continente antártico alberga el 80% del agua dulce del planeta y, como sabemos, el agua será el gran desafío del siglo XXI. Es un continente que tiene una altura media sobre el nivel del mar de 2 mil metros y lo hace (algo poco conocido) el continente más elevado del planeta.
Lo importante es que a diferencia del Ártico que es sólo hielo (y por ello al derretirse éstos, aparecen nuevas rutas marítimas en el Polo Norte) la Antártida es un continente sobre tierra y por lo tanto lo que allí se puede explorar a futuro tendrá que ser objeto de profundas negociaciones entre todos los países. El Tratado es importante por eso, porque lo regula un espíritu de cooperación y abre cauces al mejor tratamiento de las demandas de cada cual en tiempos venideros.
Ya son innumerables los jefes de Estado que han visitado el continente helado. El primero en hacerlo fue un mandatario de este lado del mundo, el presidente de Chile Gabriel González Videla, en febrero de 1948. Todos han ido allí entendiendo que se trata de un continente en paz. Recuerdo una visita de Estado del rey Juan Carlos de España, en enero del 2004, donde éste quiso llegar hasta la Antártida y lo hicimos de común acuerdo. Fuimos primero a la base chilena donde había aterrizado el avión de la Fuerza Aérea de Chile y luego, tras recorrer aquellas instalaciones y la belleza impactante de sus alrededores, tomó un helicóptero que lo llevó al buque de la armada española que lo llevaría a la base de España en el continente helado. Fue una manera muy especial de concluir su visita de Estado.
El continente revive durante el verano cuando prácticamente todos los países que tienen bases en la Antártica hacen misiones de conocimiento científico. La cooperación está a la luz del día. Es que hacer soberanía en la Antártica es, en el fondo, competir en la capacidad de conocer más y mejor las riquezas de ese continente, aprender en lo que han sido las distintas glaciaciones en la Tierra, un tema hoy determinante con motivo del debate sobre el cambio climático. Un avance importante es la acogida a 14 científicos de diversas nacionalidades que, por todo el año, da el Ejército de Chile en su base. Trabajan bajo las condiciones de verano e invierno que allí se dan.
Hoy nos preocupa que la temperatura de la Tierra no crezca más de 2° respecto de la que existía con anterioridad a la Revolución Industrial. Pero debemos asumir que aquello es un promedio y normalmente en los polos el aumento de la temperatura es mucho mayor. Hay que trabajar con esa perspectiva porque si los rayos del sol caen a la superficie blanca ésta los devuelve de inmediato, pero si ellos caen al mar por el deshielo, esos rayos penetran, calientan el mar y estamos ante un círculo vicioso con un solo resultado: los hielos empiezan a desaparecer. Son estos temas, globales y estratégicos para todo el planeta, los que hacen que la cooperación y el diálogo sean indispensables.
Pablo Neruda, siempre inconmensurable en su poesía, dijo en su poema Piedras Antárticas: “Allí termina todo y no termina: allí comienza todo; se despiden los ríos en el hielo, el aire se ha casado con la nieve, no hay calles ni caballos y el único edificio lo construyó la piedra”. Y es verdad, porque la Antártida es comienzo de todo, de un espíritu que ya quisiéramos en otras áreas del devenir mundial. ¿Cómo hacer más “antártica” a la Unión Europea en sus debates? ¿Cómo hacer más “antárticas” las miradas de todos los que no saben cómo llevar la paz al Medio Oriente? Incluso, ¿cómo trasladar la cooperación científica desplegada sobre aquellos hielos australes a las relaciones del conocimiento entre desarrollados y en desarrollo en el mundo de hoy?
Tal vez el encuentro de mayo nos dé una señal, una punta de iceberg, de cómo traer al siglo XXI otra visión de las relaciones internacionales, esa a la que la Antártida llegó mucho antes del 2000.
Publicado en Clarín
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