La noticia de un nuevo episodio de violencia en la Región de La Araucanía entristece al país y vuelve a poner en portada el conflicto en la zona. Sin embargo, esta no fue La Araucanía con la que me encontré la semana pasada. En el encuentro con el nuevo intendente, José Miguel Hernández, en una reunión junto al presidente de la Corporación Mapuche Enama, Hugo Alcamán, y en el diálogo con más de cien personas en Temuco, quedé convencido de que hay una voluntad real por avanzar hacia acuerdos que permitan un desarrollo regional sostenible, armónico y en paz.
La historia de nuestro país está marcada por la existencia de una frontera territorial, política y cultural entre el Estado, la sociedad chilena y los pueblos originarios. Por esto mismo, quienes hemos tenido responsabilidades de gobierno sabemos que la vinculación con estos pueblos es compleja.
En nuestra historia reciente, el Pacto de Nueva Imperial de 1989, impulsado por Patricio Aylwin, definió un nuevo trato en la relación con los pueblos originarios y dio paso a la actual Ley Indígena, así como a la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi). En 2001, durante mi gobierno, se conformó una comisión que luego de dos años de trabajo dio a conocer el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Deuda Histórica, a través del cual el Estado de Chile reconoció las injusticias cometidas y propuso valiosas medidas de reparación histórica. Por su parte, la promulgación del Convenio 169 de la OIT Tratado Internacional de Derechos Indígenas, de carácter vinculante con el Estado, durante el primer gobierno de la Presidenta Bachelet, fue un paso importante en el camino de restitución de los derechos a las comunidades indígenas de nuestro país.
Sin embargo, aún tenemos una gran deuda con los pueblos originarios. Los índices de pobreza, desempleo y falta de igualdad de oportunidades que los afectan, estimulan la falta de cohesión social, la desconfianza entre las comunidades y el Estado, y los estallidos de violencia.
Por ello, la solución para seguir adelante es, en primera instancia, política. Es decir, debe existir un diálogo civilizado entre Estado y pueblos originarios, en el que el primero otorgue una respuesta a la demanda por la representación política de los segundos, y de esta manera contar con una contraparte para iniciar un acuerdo. Solo así podremos construir un nuevo entendimiento político con los pueblos indígenas, articulado sobre la base del respeto por el Estado de Derecho y en las siguientes tres áreas.
La primera de ellas es el reconocimiento constitucional. En tiempos en que hemos discutido largamente sobre la necesidad de una nueva Constitución para Chile, tenemos la oportunidad de incorporar un capítulo específico que reconozca constitucionalmente la existencia y los derechos de los pueblos indígenas.
Esta reivindicación va de la mano con acelerar la creación de un ministerio y de un espacio de representación autónomo como un Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, que eleve el estándar de los temas indígenas en el Estado. Así se avanzaría en propuestas relativas a la autodeterminación, territorio, derechos lingüísticos y protección del medio ambiente.
El segundo eje es la participación política. Hoy en día no tenemos ningún parlamentario mapuche en el Congreso. Para revertir esta situación, debemos reconocer los derechos de representación política de los pueblos indígenas, a través de escaños que ellos mismos puedan elegir, de acuerdo a un padrón electoral propio de las etnias originarias. Así podrían conformar una representación parlamentaria en su nombre, basada en la proporción de los pueblos originarios respecto del total de la población de Chile.
El tercer eje consiste en impulsar políticas públicas con enfoque en derechos sociales y pertinencia cultural, que hagan transversal el tema indígena en todas las decisiones del Estado y que logren ser incorporadas por toda la sociedad.
Si conseguimos ejecutar estas medidas y le otorgamos máxima urgencia a la reforma constitucional no tendremos que seguir esperando por un diálogo. El conflicto es ahora y solucionarlo debe ser una prioridad nacional.
Los pueblos originarios son un componente patrimonial de nuestra sociedad, y Chile -al reconocerse como un Estado Multicultural- debe proteger y respetar esta diversidad. Construyamos una democracia realmente inclusiva y recuperemos los vínculos, diálogos y confianzas. Solo así, todos, con nuestras diferencias de colores, lenguas y tradiciones, nos sentiremos igualmente chilenos.
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