Hay una realidad cada vez más evidente: la globalización ha significado un fuerte progreso económico a nivel planetario, pero los frutos de este crecimiento se reparten de una manera desigual al interior de cada uno de los países.
Lo que hay detrás del Brexit en Inglaterra, de las dificultades en Europa con los movimientos de extrema derecha, de un nacionalismo extremo como Le Pen en Francia, de Wilders en Holanda o la irrupción de Trump en Estados Unidos lo ratifican. Los sectores medios, aquellos que tras la Segunda Guerra Mundial sintieron que sus hijos tendrían un futuro mejor que ellos, perciben ahora que todo eso llegó a su fin.
El capital financiero domina el escenario económico con un peso creciente. Ahí está el ejemplo de Estados Unidos donde dicho sector no contribuía con más del 10% del PIB en la década de los ochenta, pero ahora supera el 20%. Se desplaza el empleo manufacturero hacia los países más pobres y en los avanzados la cesantía es fuerte, mientras se incrementa el uso de los robots.
Por eso, aunque suene extremo, a un candidato francés se le ocurre que ya es hora de poner impuesto al uso de los robots porque son los hacen o harán las tareas industriales a gran escala.
Hay algo que ya no podemos ocultar: la desigualdad es una suerte de enfermedad política y social que está socavando el devenir democrático de muchos países en el mundo y también, por cierto, en América Latina.
Recientemente se ha hecho público un informe de la OCDE, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, señalando que en América Latina es urgente aplicar políticas por las cuales se reduzcan las exenciones tributarias y se incremente el aporte de los ciudadanos con mayores ingresos. La región, dice el informe, recauda un promedio de 22,8 % del PIB frente al 34,3% de los países de la OCDE. Por cierto, hay países, como Argentina y Brasil, que están más cerca de ese promedio. Otras economías fuertes como México, el promedio es del 17,4% y en Chile del 20,6.
Pero hay una gran diferencia entre Europa y América Latina y ella reside en el sistema impositivo y las características de éste. En Europa y en los países de la OCDE en general, el Índice de Gini (método que mide la desigualdad) muestra una realidad muy distinta antes y después de impuestos. Allá, antes de impuestos es en torno al 47%, el cual se reduce drásticamente a 34% después de pagar impuestos. En América Latina en cambio, la diferencia en la distribución de ingresos antes y después de pagar impuestos prácticamente permanece inalterada. Ahí hay un espacio para tener un sistema tributario que ayude a disminuir la desigualdad, tarea fundamental en Chile y México, los países con mayor desigualdad con un Gini de 0.46 y 0.45 respectivamente.
Pero, más allá de los porcentajes, hay otro aspecto fundamental a mirar: el origen predominante de esos ingresos. En los países de la OCDE el 60% de éstos viene de los impuestos directos, especialmente el impuesto a la renta. Aquí en América Latina se imponen los llamados impuestos indirectos, como el IVA. ¿Qué significa eso?
La presencia de una “igualdad injusta”: con los impuestos a la renta paga más el que tiene más, mientras que acá la carga de los impuestos al consumo y similares cae por igual a todos, cualesquiera sean sus ingresos. Lo que sí es común entre Europa y América Latina es la situación del desempleo y los jóvenes: tanto allá como acá es un segmento muy alto, llegando al 40% en buena parte de los países de América Latina. Y eso habla de una falla estructural en el sistema.
A su vez, la globalización y las tecnologías digitales han hecho que los paraísos fiscales generen una carrera a la baja en la tributación empresarial que priva a numerosos países de miles de millones de dólares necesarios para combatir la pobreza y la desigualdad. Según datos de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD, la evasión y elusión fiscal de las grandes multinacionales supone que los países pobres dejar de percibir al menos 100 mil millones de dólares cada año en impuestos.
Estas son realidades que tocan directamente el corazón de quienes estamos en el debate político contemporáneo de América Latina. Es cierto que, por diversas razones, hay más clases medias en el continente, pero muchas están un poco por encima de la línea de la pobreza y sienten que ya no les tocan las protecciones de antes. Sin embargo, esperan acceder a educación de calidad, a buena formación técnica y profesional de los jóvenes, a sistemas de salud eficientes donde una enfermedad no signifique la quiebra familiar, a ciudades seguras, amables y solidarias.
Todo ello nos dice dónde está el gran desafío latinoamericano de hoy: combinar las demandas de desarrollo con las posibilidades reales de ingresos para hacerlo. Es cierto que en buena parte de nuestros países se han hecho reformas tributarias importantes, pero como dicen las entidades antes mencionadas, hay realidades injustas y prácticas altamente cuestionables que ya no pueden continuar.
Por eso, cuando llamamos con vehemencia a revisar en nuestros países las enfermedades que atacan nuestro desarrollo para construir otro futuro, aparece el reto mayor ineludible: atacar la desigualdad para crear sociedades más justas.
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