La reciente gira internacional de Donald Trump al Medio Oriente y Europa demostró la intimidad de su pensamiento cuando dice: “America First”, América Primero. Si ello puede ser entendido como eje de su política interna, es evidente que tal idea-fuerza se torna incongruente cuando entra en el escenario de la relación internacional. Y eso no parece entenderlo el actual mandatario de Estados Unidos. Porque, a la luz de su consigna, cabe preguntarse: ¿hay algún presidente, sea quien sea, para quien su país no está primero?
Todo mandatario, al momento de asumir su cargo, jura o promete defender los intereses del país que va a presidir, cualquiera sea el rito bajo el cual lo hace. Se elige un Jefe de Estado o de Gobierno para que guíe, en consenso con sus ciudadanos, la marcha del país hacia un proyecto de futuro. Y por cierto los intereses serán distintos según el tamaño de ese país, sus recursos naturales, su economía, su cultura y sus creencias. Es la rica diversidad del ser humano a lo ancho del planeta.
Son esos intereses, a los que cada cual otorga primacía, los que entran en una danza de convivencia con los otros. Y allí, como una vez dijo Benito Juárez, “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Es evidente, por muchos factores, especialmente por poder militar, que Estados Unidos es primera potencia mundial. Pero esa condición sólo podrá persistir en tanto sus gobernantes asuman la interacción que ese proyecto tiene con los intereses de los otros. Trump parece creer que el caracol avanza cuando se encierra en su concha, y no es así. Tras esta gira de Trump queda latente una notificación hacia el resto del mundo: basado en el America First: de aquí en adelante me guiaré sólo por lo que a mi concierne. Frente a esto es normal que la canciller Merkel, luego de las recientes cumbres de la OTAN y el G7 haya dicho en un mitin en Munich: “los europeos tenemos que tomar el destino en nuestras manos”. Habrá que seguir conversando y buscando consensos, pero el escenario cambió: queda atrás el entendimiento privilegiado con Estados Unidos y con Inglaterra.
Y en ese marco, toma fuerza y significado otro diálogo, el de China con Alemania. La visita por estos días del primer ministro Li Keqiang al país germano para un nuevo encuentro con la canciller Angela Merkel es, precisamente, un intercambio en torno de intereses no similares, pero mutuamente necesarios. Y en un mes más, también en Alemania, los líderes del G20 tendrán su reunión anual en esta atmósfera de incertidumbres y reordenamientos. Allí la canciller alemana requerirá de mucha habilidad política para lograr resultados significativos ligados a la economía mundial. Y en particular, mantener la apertura comercial en el mundo, rechazando los intentos proteccionistas del presidente Trump. De nuevo los intereses diversos estarán en juego. Tal vez para Trump lo esencial de su presencia en Hamburgo sea su encuentro con Putin, una cita bilateral compleja en medio del debate interno que ahora conmociona a Washington.
Tras largos siglos de enfrentamiento y guerras parece haberse aprendido la importancia del diálogo. A veces con dureza, como lo muestra el encuentro de Putin y Macron de estos días en Versalles. Pero asumiendo que franqueza y planteamiento abierto de intereses son ingredientes normales en un mundo cada vez más interconectado y donde la conciencia de lo global se acrecienta. Por eso, Naciones Unidas sigue siendo válida, más allá de todos los ajustes que reclama su marcha por el siglo XXI. Y, en ese marco, se equivoca Trump cuando supone que su éxito pasa por el desprecio a lo multilateral y basta con entenderse bilateralmente con aquellos que considera “los buenos”.
Hay un número creciente de problemas que ningún país lo arregla por sí solo y menos cuando se tiene responsabilidad histórica en su origen. En materia de cambio climático las dos economías más grandes del mundo –Estados Unidos y China- emiten casi la mitad de todo el gas contaminante que el planeta envía a la atmósfera. Pero hay un detalle científicamente comprobado: esa contaminación permanece allí entre 100 y 110 años y de todas esas emisiones acumuladas casi el 30 por ciento provienen de Estados Unidos desde que se inició la Revolución Industrial. Entonces su responsabilidad histórica es la mayor de todos los países. El que lo sigue no alcanza al 8% de todo lo acumulado. Por eso, hay razones para que la comunidad exija a Estados Unidos una conducta distinta porque es el que tiene la responsabilidad histórica mayor.
Por ahora, el presidente Trump muestra una vocación de demolición más que de construcción. Si antes canceló el TPP ahora selló la muerte a la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP), cuestionó a sus socios en la OTAN y mostró claro desprecio por Bruselas. Lo que Trump aún no descubre –y ojalá lo haga– es que, si Estados Unidos está primero, tiene responsabilidades mayores en el ordenamiento global. Ser primero demanda conductas civilizadas y no una política de confrontaciones con hechos consumados.
Por cierto, todo ello no es un tema menor para América Latina cuando, precisamente en julio, Argentina recibirá la responsabilidad de organizar la cita del G20 del 2018.
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