Vivimos en un mundo que experimenta cambios acelerados en todos los sentidos. Si lo medimos a través de un parámetro concreto, pensemos en cuánto se han demorado las tecnologías en el último siglo en alcanzar 50 millones de usuarios: el teléfono tardó 75 años, la televisión lo hizo en 13, internet en 4 años y Angry Birds en 35 días. ¿Qué significa esto? Que estamos en presencia de un conjunto de tecnologías disruptivas que día a día modifican nuestro quehacer cotidiano.
Estos cambios de ritmo vertiginoso han transformado el mercado laboral, la productividad y la distribución de ingresos. Veamos, por ejemplo, el caso del mercado laboral agrícola. Mientras que entre los años 1900 – 2010 la producción de maíz por año se multiplicó de 20 a 100, en ese mismo siglo, el porcentaje de los trabajadores de la población agraria disminuyó de 65% a 3%. Otro ejemplo de esta nueva economía es el origen de la riqueza de los multimillonarios en Estado Unidos. Mientras que en 1996, el 55% de este patrimonio era heredado, ese porcentaje disminuyó a 41% en 2001, y a un 30% en 2014.
Asimismo, en un período tan breve de tiempo se generaron cambios de tal envergadura que hoy es posible medir el fin del “sueño americano” de acuerdo al año de nacimiento. Mientras que los nacidos en la década de 1940 tenían un 92% de posibilidades de tener más ingresos que sus padres, entre los nacidos en 1970, un 61% alcanzaba ese objetivo. Sin embargo, para los nacidos en 1980, esta posibilidad disminuyó a un 50%, poniendo fin a la certeza de que los hijos tendrán una mejor situación económica que los padres.
Durante la década de los noventa, el mundo se dividía en cuatro tipos de países, según su velocidad de crecimiento: los países de altos ingresos, que forman parte de la OCDE; los países convergentes, que crecen al doble del ingreso per cápita que los países de la OCDE; los países que crecen más que los de la OCDE, pero que no llegan a doblarlos; y los países pobres. En 1990, los únicos países de América Latina que eran considerados como países convergentes eran Trinidad y Tobago, y Chile. En la década siguiente, el cambio fue profundo. El boom de las exportaciones hizo que todos los países de América Latina, con excepción de Venezuela, entraran a la categoría de convergentes.
¿Qué significan estas cifras y transformaciones? Hoy, las principales economías de la región están a punto de alcanzar un ingreso per cápita de 25 mil dólares por habitante. Es acá donde sucede la trampa. La correlación entre el aumento de ingreso per cápita y la mejora de indicadores económicos sociales, funciona bien hasta los 20 mil dólares. Sobre esta cifra, lo que determina las mejoras reales en la calidad de vida de un país lo mide la distribución de ingreso. Sin embargo, en América Latina -y también en Chile- la diferencia en la distribución de ingresos antes y después de pagar impuestos prácticamente permanece inalterada, hecho que hace muy difícil mantener un crecimiento sostenible.
Asimismo, cerca del 30% de la población latinoamericana superó la línea de la pobreza, se puso de pie y está en una etapa distinta de desarrollo como persona y familia: son parte de una clase media emergente, que plantea nuevas miradas y que, debido a las nuevas tecnologías, conforma una ciudadanía informada, educada y empoderada, que demanda mucho más.
La revolución digital que estamos viviendo marca una nueva era. Más de la mitad de la población mundial, es decir cerca de 3.700 millones de personas, utiliza Internet, de las cuales el 50% lo hace a través de dispositivos móviles; a diario se envían 60 mil millones de WhatsApp, y cada minuto se mandan 240 millones de correos electrónicos. Las nuevas tecnologías han transformado para siempre las visiones del mundo, las formas de producción y la interacción entre los Estados con la sociedad civil.
Sin embargo, la política y sus instituciones recién ahora se están haciendo cargo de esta nueva realidad. ¿Hasta dónde los políticos de hoy entienden la profundidad de esta transformación? ¿Tenemos la capacidad de imaginar el futuro desde estas bases?
En este contexto, tanto los países ricos como los de mediano desarrollo se enfrentan a un mismo desafío: reducir la desigualdad y satisfacer a una ciudadanía cada vez más demandante. En el caso de los países ricos, el origen de esta insatisfacción radica en un crecimiento más lento, que ya no asegura el bienestar de las futuras generaciones. En los países de mediano desarrollo, en tanto, se encuentra la dificultad por parte del Estado de responder a las demandas de una clase media que superó la pobreza y que ahora tiene necesidades más complejas de satisfacer.
Ante estos cambios inevitables, ambos tipos de países deben diseñar instituciones y políticas públicas que escuchen a la sociedad y respondan a sus necesidades, incorporando las nuevas tecnologías como parte de una estrategia para alcanzar el desarrollo.
La mirada a largo plazo y la voluntad política son fundamentales a la hora de hacer frente a este nuevo ciclo. Si bien hay cierta divergencia hacia dónde debe dirigirse Chile en los próximos 20 años, recuperar el crecimiento, promover una profunda reforma educacional o hacer de nuestras ciudades espacios habitables para todos, son medidas que impactan directamente en la reducción de la desigualdad.
Hoy, más que nunca, tenemos que ser capaces de impulsar una nueva forma de pensar en Chile, que avance hacia un progreso sostenible, entendiendo que el proyecto país es más grande que la gestión de turno. Miremos más allá de la contingencia, ataquemos la desigualdad y construyamos entre todos, una nación más justa e igualitaria.
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