09Nov
2017
Escrito a las 3:05 pm

chinaPorque la distancia cada vez importa menos en este mundo global, lo ocurrido en el 19° Congreso del Partido Comunista de China nos llega mucho más de cerca. Allí el Presidente Xi Jinping prometió una “nueva era” para su país, esbozando una estrategia hasta 2050, cuando espera que China sea una potencia líder, “una gran nación socialista moderna”. Y esa perspectiva reclama que, desde América Latina, seamos capaces de entender las proyecciones de esa nueva era y del papel que China tendrá en el mundo.

Quizás aún no sabemos cómo hablar con China. No es un dato menor, el que hasta ahora nunca hayamos elaborado una respuesta conjunta ante el primer documento de Política de China hacia América Latina y el Caribe, de noviembre 2008, y que tampoco existan señales de responder al último, de noviembre 2016. Hablar con China es entender que ese diálogo debe ir mucho más allá del “cuánto te vendo, cuánto te compro”, o de las inversiones hechas en tal o cual país. Es entender el proceso que ha devenido desde la fundación de la República Popular China, en 1949, con Mao Zedong a la cabeza, pasando por el gran salto transformador que Deng Xiaoping generó en 1978 al convocar a una apertura económica y al mercado como gran dinamizador del crecimiento, para llegar ahora al inicio de un nuevo paso estratégico con la mirada puesta en la mitad del siglo.

¿Cuáles son las características esenciales del denominado “Pensamiento sobre el Socialismo con Características Chinas para una Nueva Era”? Avanzar hacia la categoría de una gran potencia, abierta al mundo, activa en la agenda internacional, sustentada en la innovación científica y tecnológica, con una sociedad de altos niveles en su calidad de vida, protectora del medio ambiente y con el respaldo de un Ejército poderoso. Y todo ello, recordando siempre el origen milenario de su civilización.

Mao logró el triunfo y la unidad de China. Fue líder indiscutible, pero no estuvo ajeno a voluntarismos ideológicos que dejaron huellas dolorosas en su pueblo, como la llamada Revolución Cultural. Tras su muerte y un breve tiempo convulso, emergió Deng Xiaoping para quien todo el esfuerzo debía estar en tener un crecimiento acelerado y sacar de la pobreza y la miseria a los más de mil millones que en aquel entonces vivían en China. Ello implicaba una política exterior mesurada, pues la gravitación china también sería modesta. Sus enseñanzas fueron fundamentales para los siguientes 30 años. No solamente abrió China a inversiones extranjeras, sino estableció también un área amplísima de economías de mercado en distintas partes del territorio, particularmente en su costa este. Shanghai y otras ciudades tuvieron un crecimiento asombroso; en un momento, el 40% de todas las grúas en el mundo destinadas a la construcción de edificios estaban en China. Y llegaron los trenes de alta velocidad, las redes digitales, el uso de los iphone como en ningún otro lugar del mundo para apoyar la vida cotidiana. Cambiaron las demandas en el consumo: por eso las cerezas de Chile tienen allí un mercado fijo para el Año Nuevo chino con un puente aéreo de casi sesenta vuelos y retornos por más de 600 millones de dólares. Es un ejemplo menor de un comercio que en el 2000, en toda América Latina, llegaba a US$ 12 mil millones, pero en 2015 alcanzó los US$ 250 mil millones.

Sin embargo, ese desarrollo acelerado, ese crecimiento a cualquier costo, también trajo consecuencias negativas, como la contaminación a niveles críticos, el aumento de la desigualdad, el descontrol en la deuda y otras zonas oscuras, como la corrupción. Es en esa realidad, del crecimiento alcanzado y la urgencia de reformas mayores, donde se ubica la propuesta del presidente Xi. Y ello mientras el país cambia: hoy ya estiman en más de 300 millones los chinos en clase media, pero al 2025 ya estarán por encima de los 600 millones.

Hace dos años, en una reunión a la cual asistí, escuché al Presidente Xi decir que China debía enfrentar con éxito la “trampa” de Tucídides, aquella descrita por el historiador griego y según la cual cuando una Ciudad-Estado iniciaba la decadencia y otra Ciudad-Estado ascendía, la guerra era inevitable. Con toda claridad, el Presidente chino dijo entonces: “China, basada en el espíritu de Confucio de una sociedad armoniosa, nunca ha sido un país expansivo y nunca desearemos iniciar una guerra de ampliación ni conquista”. ¿Cómo hacer para que ahora la trampa de Tucídides no aflorara entre un país continente frente a otro país continente? Estaba claro a quien se refería. Y eso significaba implementar una política exterior activa, con el gran respaldo político propio de una gran potencia.

Es otra época entonces la que se inicia con el Presidente Xi, dispuesto a jugar un rol activo en este nuevo escenario internacional.

El año próximo el Presidente Xi llegará a la reunión del G20 en Buenos Aires. Y el año 2019, volverá a América Latina, en este caso a Chile, a la cita del APEC. Ambas son cumbres de carácter multilateral, pero otorgan un excelente marco para señalar cuáles son nuestros intereses convergentes con ésta, la que ya asoma como una de las grandes potencias del siglo XXI. Hay que prepararse para ello. La próxima reunión del Foro CELAC-China en enero próximo en Santiago obliga a dar un paso adelante en esa perspectiva. China ha definido con claridad su futuro, y nosotros debemos plantearnos con seriedad una política de convergencia con aquel gigante asiático, a partir de nuestros intereses estratégicos.

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