Hace un mes atrás tuvo lugar un encuentro en Brasil, que irradia formas de entendimiento esenciales en la política cuando una crisis profunda domina el escenario. Los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso y Luis Ignacio Lula da Silva se dieron cita en un almuerzo absolutamente inédito. Bastó la fotografía de Cardoso y Lula juntos para ver, no sólo en Brasil sino también en otras partes de América Latina, una nítida simbología en ese gesto: la democracia convoca a veces al diálogo para definir los grandes consensos de un país, más allá de las confrontaciones vividas.
Fernando Cardoso y Lula da Silva fueron líderes fundamentales en la lucha contra la dictadura militar de la década de los ’80. Uno como sociólogo –y entonces senador– y el otro como dirigente sindical, alzaron la voz con valentía y firmeza al exigir elecciones inmediatas y el retorno de la democracia. En 1992 le correspondió a Cardoso, como Ministro de Hacienda, la dura tarea de derrotar la inflación que consumía al país: lo logró con el llamado Plan Real, propuesta económica que lo llevó a ser presidente dos años después, y con la que pudo consolidar las cuentas fiscales y el desarrollo económico de Brasil. En 2003 le sucedió Lula da Silva, quien continuó el proceso de crecimiento con nuevas miradas, ampliándolo a los sectores castigados por la pobreza e introduciendo estrategias para enfrentar el cambio climático y evitar la deforestación del Amazonas.
Hoy, muchos años después, el ex presidente socialdemócrata y el líder de la izquierda dejaron de lado décadas de rivalidades para hablar del Brasil actual, de su crisis, de la negligencia de Bolsonaro con la pandemia y del futuro de esa gran nación. ¿Por qué esa cita puede importar más allá de las fronteras brasileras? Porque en muchas partes de América Latina vivimos tiempos difíciles, de luces y sombras. Mientras enfrentamos un tremendo cambio de época con la llegada de la revolución digital, irrumpe un virus que nos aísla, confunde y atemoriza. Hay un enojo latente, que se incrementa ante el profundo desgaste de las instituciones políticas, sometidas a creciente escarnio público por su incapacidad de responder a las demandas sociales urgentes, más vivas aún con la pandemia.
Y entonces la polarización se desata. En 2019 irrumpieron los candidatos presidenciales calificados como antisistema, condición en la que se catalogó al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ubicado a la izquierda en el espectro político; al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, situado en la derecha rupturista; y luego al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, que ya socavó la débil institucionalidad de ese país. Y todo ello mientras emergían las protestas sociales en diversos países, impulsadas en gran parte por la ira de la ciudadanía. Frente a este malestar, se ve cómo distintos sectores políticos buscan convertir las campañas electorales en campos de batalla. Se opta por el discurso violento y polarizado, clamando ante el ciudadano que esa es la única verdad, y señalando al contrincante político no como adversario sino como enemigo.
En Brasil, precisamente, las elecciones de 2018 revelaron crecientes señales de polarización política e intolerancia social. Dos años después Bolsonaro, obseso en su negación de la pandemia, tiene a Brasil con una de las cifras más altas de contagiados y fallecidos en el mundo, con 500 mil muertes. Todo ello ha creado un clima de beligerancia política y desconcierto, marcado por la irresponsabilidad brutal del gobernante. Ante ese desafío de crisis nacional, los dos ex presidentes, Cardoso y Lula, representantes de ideas políticas divergentes, deciden mostrar su reencuentro en beneficio del bien común de su país. Y su gesto expresa tres conceptos que no debiéramos olvidar nunca: primero, reconoce el carácter democrático del adversario; segundo, busca establecer caminos de convivencia y colaboración; y tercero, se orienta a construir espacios de consenso y colaboración cuando se trata de defender la democracia y proteger la vida de los ciudadanos.
Poco de esto hay ahora en América Latina, contaminada de rupturas y delirios de poder que son miopes ante las brechas sociales y económicas existentes en su entorno. Hay quienes abusan de la democracia, por ejemplo aquellos que buscan mantenerse en la presidencia torciendo los contenidos constitucionales, como ocurre en Nicaragua. La reunión entre Cardoso y da Silva simboliza la importancia del respeto en la disidencia y la trascendencia que tienen los acuerdos en democracia cuando se definen los principios mínimos. Mínimos que, junto con ser económicos y sustentables, den vigor al ser de un país como tal.
Ese encuentro ilumina con esperanzas el futuro de Brasil. Es válido esperar que se proyecte por el resto de nuestra región y también ilumine, por qué no, a nuestro país, hoy sumido en horas de debates históricos. Se camina por el filo de la navaja cuando se entiende la democracia como el escenario de las descalificaciones absolutas contra aquel que no piensa como uno. “El alma de Chile”, sobre la cual se refirió en más de una ocasión el cardenal Silva Henríquez, está latente en los procedimientos democráticos cuando las diferencias políticas se convierten en oportunidad: aquella que, para mejor resolver, permite mirar los desafíos de la realidad desde diversos ángulos. Pero poniendo al ser humano en el centro de la decisión.
Columna publicada en La Tercera
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