Estamos a pocos días de que se conmemoren los 20 años de La Carta Democrática de las Américas. Hoy, dos décadas después, es una comprobación de cuán dinámicos son los procesos ciudadanos, capaces de fortalecerse en sí mismos y llevar la relación entre poder y ciudadanía a nuevos niveles de interacción y creatividad política, como lo estamos viviendo en Chile, en países de América Latina y otras regiones del mundo. Aquello que en 2001 nos parecía una buena descripción de lo que era el ser y el hacer de la democracia, ya no es suficiente para las realidades de este tiempo y las demandas del futuro.
Fue en Quebec, el 2 y 3 de febrero de 2001, donde 34 jefes de estado, elegidos democráticamente, decidieron en la Tercera Cumbre de las Américas generar un documento que estableciera un compromiso común de protección y fortalecimiento del sistema democrático en el continente. La redacción de la Carta se realizó durante los primeros meses de ese año, bajo la mirada de los cancilleres de los estados firmantes, quienes se reunieron el 11 de septiembre de 2001 en Lima para discutirla y debatir su aprobación. Nadie imaginó que ese mismo día la historia contemporánea cambiaría de manera abrupta. En medio de las noticias del atentado a las Torres Gemelas, el Secretario de Estado Collin Powell pidió ratificar de inmediato la Carta, antes de retornar de urgencia a su país. El texto se aprobó por unanimidad, como una declaración de principios en defensa de la democracia representativa, explicitando la total subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, rechazando los golpes de estado y dictaduras de cualquier tipo y validando los mecanismos de equilibrio y separación de poderes del Estado.
Hoy, la Carta aparece como hija de su tiempo, ligada a un pasado que, en cierta forma, quedó atrás. En ella predomina lo que podríamos llamar el resguardo de los derechos clásicos del desarrollo social y humano, con Estados donde las elecciones libres son el cauce principal de la organización institucional política. Si bien no hay nada cuestionable en lo que el texto dice, sí aparece algo retrasado por lo que no declara: no habla de democracia participativa, no hace referencia al cambio climático ni a las transformaciones profundas que el desarrollo digital traería a nuestras sociedades, con nuevas formas de vinculación y exigencias entre gobernantes y ciudadanos. Si bien habla de no discriminación étnica, por ejemplo, no menciona la plurinacionalidad, concepto hoy tan presente en el debate regional.
El Estado de Derecho debía ser cumplido y cada ciudadano tenía la posibilidad de expresar su punto de vista en las urnas. Los líderes manifestaban sus opiniones a través de los medios de comunicación tradicionales y los partidos políticos ordenaban a sus militantes y parlamentarios. Hace 20 años, el alcance de Internet era incipiente y aún no aparecían los smartphones con todo su aporte a un debate bullente en las redes sociales.
Hoy el mundo es otro y la democracia es un concepto más difícil de definir. La política, gracias al avance digital, es horizontal; el ciudadano común quiere ser escuchado y es obligación del gobernante aprender a oírlo a través de los instrumentos que existen para ello. En suma, el mandatario moderno gobierna para la democracia. La comunicación es inmediata y los gobiernos, para mantener una democracia fortalecida, deben moverse con flexibilidad política ante las demandas sociales, las que además mutan por la rapidez de la transmisión de conocimiento y las nuevas realidades que surgen vertiginosamente.
En ese marco, el ejercicio democrático contemporáneo reclama de dos direcciones de acción con lógica convergente. El gobernante necesita instrumentos eficientes para escuchar a la ciudadanía y adelantarse a sus expectativas para que éstas no se frustren (o por lo menos explicar los tiempos necesarios para satisfacerlas); y la ciudadanía requiere de canales visibles e influyentes para generar instancias de encuentro verdadero con el Estado y sus gobiernos. Hoy, los grupos civiles que se organizan a través de whatsapp para exponer sus demandas, hacer exigencias y respaldar a sus líderes, son una realidad. No siempre los ámbitos del poder han visto su desarrollo e influencia. Ahí está el ejemplo del proceso constituyente en Chile, con fuerte presencia de organizaciones diversas, gestadas a partir de bases sociales de debate común, desde donde recogen orientaciones y construyen un relato a llevar a la Convención Constituyente. Todo un hito, no sólo para la historia del país, sino para otras regiones del mundo.
Este continente, ahora tan fracturado, requiere de una reflexión profunda para repensar el sentido fundamental de sus democracias y de sus modalidades y, a partir de eso, construir un nuevo concepto que interpele a todo el continente. Es necesario poner al día una Carta Democrática con mirada de futuro, donde participación y eficiencia se articulen en los escenarios de la era digital; donde en lo hemisférico se asuma la diversidad y donde se construya una identidad compartida, especialmente entre Norte y Sur, desde el respeto mutuo. Esa tarea reclama una presencia urgente de nuestros pensadores y académicos, golpea la puerta de nuestras universidades y centros de estudios pidiendo nuevos paradigmas y nos hace mantener la esperanza de que es posible la integración y el debate común entre nuestros pensadores, en esta América Latina de hoy, y generar un nuevo devenir para la región en torno a la palabra “democracia”. Y con ello una voz latinoamericana más sólida para hablar al resto del mundo.
Columna publicada en La Tercera
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