Gustavo Petro irrumpió en el escenario político de Colombia con un discurso que nunca ha tenido la oportunidad de gobernar el país. Ahora, mientras sus seguidores celebran un triunfo resonante, comienza a correr el tiempo donde los colombianos le exigirán resultados amplios, contundentes y prontos para concretar los enormes objetivos que prometió en su campaña. Para ello, no bastan las decisiones que tome al interior de Colombia, sino que también será determinante lo que ocurra fuera de sus fronteras. En un mundo que bajo cualquier análisis se muestra complejo, incierto y perturbador.
Todos dependemos de todos y la situación inflacionaria internacional es un gran ejemplo de las consecuencias de la interconexión entre países. Ante la crisis económica causada por la pandemia, el Presidente de Estados Unidos, Joe Biden, impulsó un fuerte paquete de reactivación, con más de 3.500 billones de dólares. En su momento, se dijo que esta medida no traería consecuencias financieras, lo que posteriormente se mostró ser un grave error, ya que el resultado fue una inflación récord en más de 40 años en ese país, superando el 8%. Ante ello, la Reserva Federal elevó las tasas de interés de los créditos, limitando la capacidad de consumo y también el crecimiento económico. Muchos analistas dicen que la Fed está luchando por ponerse al día, pero que la realidad le explota en la cara. Los efectos de su política afectan a otros países, con monedas devaluadas y una economía golpeando duro a los más pobres.
Este fenómeno ha repercutido en América Latina con efecto dominó. Toda la región sufre las consecuencias del problema inflacionario estadounidense y no existe ningún organismo continental donde decidir cómo enfrentar colectivamente este contexto. De hecho, la última Cumbre de las Américas en Los Ángeles debatió más sobre los países que no fueron invitados que sobre el desarrollo de una política concreta de apoyo hacia las naciones latinoamericanas ante la crisis.
A su vez, la región ha sufrido el efecto del Covid-19 como ninguna otra en el mundo. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de abril pasado, la cifra de muertos ascendía a 1,7 millones en América Latina; es decir, con un 8% de la población mundial, la región tiene un 30% de las víctimas fatales. La pandemia puso en evidencia la interconexión mundial, donde un nuevo virus, surgido en una ciudad china, causó un desastre internacional de enorme alcance en menos de tres meses. Inicialmente, los grandes países pensaron que sería algo transitorio. Y, mientras que los políticos eran incapaces de establecer un lugar donde discutir la pandemia, fue la ciencia la que asumió la urgencia y la misión de desarrollar una vacuna en tiempo récord, compartiendo conocimientos para avanzar juntos.
La OMS, el lugar definido en términos internacionales para hacer frente a una crisis de este tipo, fue rápidamente desacreditada por Estados Unidos, cuando Donald Trump tomó la insólita decisión de retirar a su país como miembro de la institución. Hoy, pese a encontrarnos en una fase más optimista, la pandemia no termina. El principal asesor médico de la presidencia de Estados Unidos, Anthony Fauci, advirtió que surgirán nuevas variantes del Covid, junto a otros virus desconocidos, ante a los cuales hay que prepararse de manera global y definir un espacio para discutir científica y políticamente los alcances de estas nuevas enfermedades, cuya presencia permanecerá durante buena parte del siglo.
Cuando pareció que lográbamos contener la expansión del Covid-19, surgió la Guerra de Ucrania. Emulando la anexión de Crimea en 2014, Putin cometió el error de pensar que la invasión a Ucrania sería similar. Estaba muy equivocado, y no previó que despertaría a los gigantes dormidos – la Unión Europea y la OTAN–, que entendieron que esta guerra atacaba a uno de los suyos. Países que históricamente habían sido neutrales –sobre todo por la enorme frontera que comparten con Rusia– como Finlandia y Suecia, dejaron de serlo y solicitaron el ingreso a la OTAN, y la Unión Europea demostró con fuerza su apoyo y compromiso con Ucrania. Surgió así una Unión Europea fuerte y dura, símbolo de lo cual fue la visita conjunta a Kiev del Presidente de Francia, Emmanuel Macron; el Canciller de Alemania, Olaf Scholz; y el Primer Ministro de Italia, Mario Draghi.
Estados Unidos puso su fuerza en las sanciones –más contundentes que nunca– pero Biden fue claro cuando habló ante el Congreso: “Nuestras fuerzas no están participando y no participarán en el conflicto con las fuerzas rusas en Ucrania”. Por su parte, las grandes potencias asiáticas, China e India, con respuestas políticas de alguna manera coordinadas, coincidieron en abstenerse cuando se sometió a votación en el Consejo de Seguridad la resolución contra Rusia. Ellos miran con ojos de futuro hacia el Pacífico y valoran el TPP11, algo que otros parecen no saber hacer.
En suma, si miramos desde nuestros países hacia afuera, vemos que la guerra, la pandemia y la inflación han desatado una crisis alimentaria en pleno siglo XXI. Mientras que en el puerto de Odesa, en Ucrania, hay más de 25 millones de toneladas de trigo y maíz retenidas para ser exportadas, la inflación ha disminuido la capacidad adquisitiva de los sectores más pobres, quienes a su vez son los más vulnerables ante nuevas enfermedades y virus.
Los líderes de nuestros países, como Petro, necesitarán de mucha sabiduría y creatividad. El mundo requiere con urgencia un espacio común, validado por todos, en el que se puedan discutir éstos desafíos y los futuros, porque para enfrentar una pandemia, una guerra o el cambio climático, es fundamental una integración de las potencias con los países en vías de desarrollo. Aunar criterios y políticas es esencial, antes de que sea demasiado tarde.
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