Afines de 2020, un destacado académico español planteó la pregunta: ¿Por qué las sociedades latinoamericanas están tan enojadas? Y apuntó a la realidad crítica de ese momento, con fuertes manifestaciones en varios países del continente, entre otros Chile. Remarcó que miles de latinoamericanos salieron a las calles a protestar contra decisiones que consideraban injustas, reclamando un cambio de rumbo de los gobiernos, pero también una nueva forma de relacionarse con sus instituciones. Lo que no dijo es cómo ese enojo no estaba sólo en las calles, sino también en las redes sociales, impregnándolas de iras y denostaciones donde el debate racional era el gran ausente.
Estos fenómenos –explosivos, nuevos, impredecibles– han generado un impacto muy fuerte en los sistemas democráticos. La incomprensión hacia las nuevas formas de vinculación social, el uso desregularizado de las nuevas tecnologías y la circulación de noticias falsas en redes sociales han sido caldo de cultivo para el alza de prácticas populistas. En Europa, en Latinoamérica y también en Estados Unidos, estas ideologías han llegado al poder y permeado las relaciones entre ciudadanos con su discurso de odio. La toma del Capitolio por parte de simpatizantes del presidente saliente, Donald Trump, es una demostración de la incapacidad de adaptación de los gobiernos a los cambios porque ya no existen formas claras de convivencia.
Y es justamente esta incapacidad la que pone en juego a los sistemas democráticos, incluso a los más sólidos y antiguos.
Hace 15 años, aquí en Chile, se aprobó la Carta Iberoamericana de Gobierno Electrónico, donde los países de la región acordaron las bases de una estrategia para desarrollar las infraestructuras digitales. Fue también una oportunidad para impulsar nuevas vías de interacción con los ciudadanos, buscando una comunicación recíproca, y foros y sistemas de consulta. Si bien ha habido avances, y grandes mayorías tienen un teléfono inteligente en la mano, las nuevas tecnologías no han traído mayor entendimiento ni más conversación positiva. En realidad, el paso del mundo industrial al mundo digital fue más rápido de lo que los seres humanos podemos procesar, y se aceleró en estos dos últimos años, producto de la pandemia. Si bien en 2015 todos los países definieron en Naciones Unidas la Agenda 2030 y las metas para el Desarrollo Sostenible, nadie supuso que una pandemia llegaría para alterar los planes y poner en evidencia las brechas y crisis latentes del mundo globalizado.
En este escenario, los ciudadanos están disconformes, desconcertados, indignados. No es fácil adaptarse en tan poco tiempo a un mundo desconocido, menos con instituciones democráticas y sociales incapaces de sentar las bases para orientar y canalizar ese malestar de manera civilizada. Seguimos operando con criterios del mundo industrial, en circunstancias que estamos en el mundo digital. Se está escribiendo una nueva historia donde existe una tendencia binaria a que todo sea blanco o negro, “conmigo o contra mí”, donde la pregunta por la soberanía, por los derechos y los deberes es un debate virulento, sin matices, incapaz de respetar al que piensa distinto.
En Chile, en una semana tendremos una de estas elecciones binarias en la que sólo cabe decir sí o no. Aquí estaremos ante una propuesta constitucional, sin haber debatido en profundidad la mejor manera de avanzar hacia un sentido común predominante: que el país no vuelve atrás. Por eso, necesitamos saber cómo seguir para tener una Constitución que represente los grandes consensos nacionales. Pero la discusión se ha centrado en la defensa de las premisas Apruebo o Rechazo, en donde el que no piensa como uno, se transforma en enemigo.
Una sociedad inundada de enojos, igual que un ser humano, no razona con serenidad para ver mejor su futuro.
La democracia del futuro nos obliga a redefinir valores y generar marcos de convivencia que nos permitan adaptarnos a un mundo donde lo digital es determinante. Cabe convertir esas herramientas en apoyo positivo a tres derechos ciudadanos ineludibles: (1) saber con qué criterio el gobierno está tomando sus decisiones y para qué; (2) poder ser parte y participar en el diseño, formulación e implementación de las políticas; (3) contribuir a un sistema de conocimientos compartidos, entre poder político y experiencia ciudadana.
Hemos entrado a la Era Digital con turbulencias inesperadas y una relación entre poder y ciudadanía que obliga a repensar el dónde estamos y hacia dónde vamos. En tres semanas más tendrá lugar la Asamblea General de Naciones Unidas, oportunidad en la cual se podría entrar a fondo en la tarea planteada por su secretario general: “La humanidad debe estar en el centro de la evolución tecnológica y no que ésta use de las personas”. En la actualidad, no existe un estándar de los llamados derechos digitales, sino que cada país ha producido –o tratado– su propia carta sobre ellos y sus alcances.
Desde América Latina nuevas voces llegarán a ocupar la tribuna de ese organismo internacional. Puede ser la oportunidad de señalar, desde el sur del mundo, la voluntad de trabajar sobre la interacción entre desarrollo sostenible, igualdad de género y derechos humanos con los derechos digitales. Hay un nuevo todo, un soporte de cotidianeidad que no puede quedar entregado a la confrontación, al abuso de los datos o a la explosión de los enojos. Es una realidad que nos reclama una Política con mayúscula: aquella que hace de la diversidad el origen de las grandes estrategias en las que todos podamos sentirnos parte.
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