10Feb
2015
Escrito a las 12:01 pm
16295086505_67f414c2b4_k

(c) Claudio Santana. Cortesía Fondo de Cultura Económica

Hace unas semanas presenté en Chile el fenómeno editorial del momento. El capital en el siglo XXI del economista francés Thomas Piketty. El libro es un estudio que, en más de 700 páginas escrito con lenguaje técnico y plagado de cifras, pone foco en la desigualdad de la distribución de ingresos y de la riqueza en el capitalismo contemporáneo.

¿Qué hace que semejante tratado se convierta en un best seller mundial? En primer lugar se debe a que demuestra, bajo irrefutables informes estadísticos –los más completos del mundo -, que los países desarrollados han retrocedido y se encuentran, hoy, en el mismo nivel de desigualdad en distribución de ingresos que en el que estaban hasta antes de la I Guerra Mundial.

Desde la revolución industrial, las sociedades han creído en que un aumento en la producción de bienes y servicios acarreará un mayor bienestar y mejor condiciones de vida para sus integrantes. Después de la Segunda Guerra Mundial, el crecimiento del Producto Interno Bruto per cápita se universalizó como medida estándar de bienestar económico de crecimiento y en sí mismo se transformó en un objetivo final de las políticas de desarrollo, instalándose como paradigma que los países desarrollados, son aquellos que alcanzan un ingreso anual de 20 mil dólares por habitante.

Uniéndome a la reflexión de Piketty, hoy constatamos que en los 30 países más ricos del mundo  la distribución de ingresos incide con fuerza sobre esos indicadores como salud, esperanza de vida y educación, entre otros. Son los países más igualitarios del mundo los que tienen un menor porcentaje de la población en prisiones o exhiben un menor consumo de drogas. Notable, por ejemplo, es el caso de Nueva Zelanda, cuyo PIB per cápita es un 30% más bajo que el de Estados Unidos y, sin embargo, entre otros indicadores, tiene una esperanza de vida mayor.

Entonces, ¿cómo logramos tener una mejor economía para crecer con equidad?  Siguiendo las palabras del filósofo italiano Norberto Bobbio “todos debemos ser a lo menos iguales en algo”, los países que están alcanzando la barrera de los 20 mil dólares por habitante, como es el caso de la siete países de América Latina, se encuentran ante el desafío de desarrollar su “mínimo civilizatorio”. Este concepto asegura los bienes y servicios que cada sociedad define como esenciales y garantiza su acceso universal para todos los ciudadanos. En el caso de Chile, por ejemplo, a principios del siglo XX se implementó la educación primaria gratuita y obligatoria de cuatro años, luego se avanzó en ocho, para décadas después asegurar hasta la secundaria. Hoy, cuando la vida escolar completa es una garantía, la demanda social avanza hacia la igualdad de oportunidades de acceso a la educación superior.

El desafío, entonces, es construir sociedades definidas a través del voto ciudadano, donde el Estado tenga la capacidad de responder a las demandas y que estas exigencias se definan por políticas públicas y no a través del mercado que perpetúa en el tiempo las desigualdades propias de este sistema. Así, de nosotros depende situarnos más cerca de Nueva Zelanda que de Estados Unidos y lograr construir nuestro mínimo civilizatorio.

Dejar un comentario

  • Suscríbete a mi Blog
    Por favor, introduce tu email para recibir en tu correo las últimas publicaciones



    la dirección a la que te mandaré todas mis publicaciones.







    Ver política de privacidad